En las lentas madrugadas, cuando los gallos alertas ven las primeras rosas del alba y las saludan, galantes, Platero, harto de dormir, rebuzna largamente. Yo, deseoso también del día, pienso en el sol desde mi lecho mullido. Al mirar el campo por la ventana abierta, me doy cuenta del alboroto de los pájaros.
¡ Los gorriones! ¡ Cómo entran y salen en la enredadera, cómo chillan, cómo se cogen de los picos! Este cae sobre una rama, se va y la deja temblando; el otro se bebe un poquito de cielo en un charquillo del brocal del pozo; aquel ha saltado al tejadillo del alpende. ¡ Benditos pájaros sin fiesta fija! Viajan sin dinero y sin maletas ; mudan de casa cuando se les antoja; y sólo tienen que abrir sus alas para conseguir la felicidad; no saben de lunes ni de sábados.
Salgo al huerto y canto gracias al Dios del día azul.
¡ Cómo está la mañana! El sol pone en la tierra su alegría de plata y oro; mariposas de cien colores vuelan confundidas con las flores, parece que se renuevan en una metamorfosis de colorines, al revolar. Parece que estuviéramos dentro de un panal de luz, que fuese el interior de una inmensa y cálida rosa encendida. Las abejas orinegras vuelan en torno de la parra cargada de sanos racimos moscateles, luciendo las perlas que el rocío de la mañana las ha donado.
Platero desde la tibieza de su cuadra, rebuzna ansiosamente.
Le abro la puerta. Me mira, yo le miro. ¡ Nos vamos !
Bajamos despacito; verja abajo, en la grata frescura de las acacias y de los pinos. Su paso resuena en las grandes losas que abrillantan la brisa de la mañana.
¡ Qué bella está la flor del camino! Pasan todos a su lado, y ella, tan tierna y tan débil, sigue inhiesta, malva y firme. Cada día al pasar a su lado, tú la has visto en su puesto verde. Ya tiene a su lado un pajarillo que al acercarme se levanta, y ella está llena, cual una breve copa, del agua clara que dejó una nube peregrina; ya consiente el robo de una abeja o el voluble adorno de una mariposa.
La pradera tiene una charca que solamente seca agosto y coge pedazos de cielo amarillo, verde, rosa; y está casi ciego por las piedras que desde lo alto tiran los chiquillos a las ranas.
Platero, trota, entra en la charca, pisa aquellas cristalinas aguas y las hace pedazos. Le dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas las florecillas rosas, celestes y gualdas. De cuando en cuando se oye un rebuzno tierno, vuelve la cabeza y arranca las flores a que su bucaza alcanza. Las campanillas, níveas y blancas, le cuelgan, un momento, entre el blanco babear verdoso y luego se van a la barrigota.
¡ Qué encanto tiene el campo!
Platero me ha mirado , ha mirado la flor y remangando el labio ha puesto un interminable rebuzno contra el cielo. Platero ha vuelto a rebuznar. Sus labios carnosos se hinchan por momentos. Una abeja inmisericorde le ha regalado el aguijón, a costa de su breve vida.
Entonces en un rudo dolor testarudo, se ha cerrado como un día malo, ha empezado a dar vueltas con el testuz, en el suelo, queriendo romper la cabezada, huir, con palabras bajas, y poco a poco, su rebuzno se ha ido quedando solo, en rebuzno.
Le cojo la cabeza, se la revuelvo en cariñoso apretón; le hago cosquillas. El, bajos los ojos, se defiende blandamente con las orejas, sin irse, o se liberta, en breve correr, para pararse en seco, como un potrillo juguetón.
¡ Qué mal lo has pasado Platero! Ahora iremos a decir a Pinoso, que no vuelva a soltar las abejas cuando sales a pasear por el arroyo.
Ce nést rien!
Sobre los rosales, con flores, cae la tarde, lentamente. Las lumbres del ocaso prenden las últimas rosas, y el jardín, alzando como una llama de fragancia hacia el incendio del Poniente, huele todo a rosas quemadas. Silencio.
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