Menú del día
Rabos de cordero revueltos con chorizo y huevo.
Preparación: los rabos de cordero se cortan a retortijón y después se pelan, se chamuscan, trocean y se lavan bien.
Tiempo de realización: sobre la marcha.
Nivel de dificultad: a repartir entre cuatro.
Nivel de precio: últimos días de rebaja.
Esta es la nota que había en el fogón de la cocina.
Serafín y Dionisia, con dos hijos, Andrés y Andrea, querían celebrar por todo lo alto la última «Nochebuena» en aquel pueblo deshabitado y por tanto en ruinas. El nombre Cericedo le venía de la abundancia de colmenas que en algún tiempo tuvieron.
Cericedo se encuentra en ese inmenso mar de piedra, que por llamarlo de alguna manera decimos «páramo». Cericedo está en la misma orilla de ese océano áspero y gris, para finalizar en un barranco seco y agreste.
La soledad ha puesto su trono en el pueblo. El clima, según dice Serafín, es bastante sano. Las enfermedades más comunes eran «las de pecho». Las casas estaban curadas «al humo».
¡Andrés!, trae la leña, que se apaga el fuego. Era la voz de Dionisia, que está todo atareada preparando la cena, la última cena. Mañana vendrá su sobrino a recogerlos para llevarlos a la ciudad.
Andrés, soltero y sin compromiso sale de casa en busca de alguna «chaparra» de encina» y algún trozo de ventana o puerta de aquellas casas medio derruidas. El aire que le envuelve parece cantarle en ritmo poético aquello de:
«Estos, Fabio (Andrés), ¡ay dolor!, que ves ahora, campos de soledad, mustio collado, fueron en el tiempo aldea famosa».
Andrea, la hija, que según dice su padre «tiene estudios», está preparando la mesa para la cena, y en un rincón de la gloria «el Belén». De una caja de cartón van saliendo todos los personajes que acompañarán «al misterio».
Andrea se da cuenta que falta alguien. Repasa todo y…¿dónde está el pastor, el perro y sus ovejas? No dice nada, mirará en otra caja. Se va a la cocina.
Dionisia sigue preparando la cena. Andrea prepara el «manazanate», siguiendo la tradición, que no es otra cosa que un cocido de manzanas, pasas e higos y una cucharadita de miel.
Serafín y Andrés están empaquetando los últimos enseres que quieren llevarse. Y oyen un suave tintineo de esquilas, que viene del establo.
Allí dirigen sus pasos. No ven nada. Encienden una vela, hecha con la cera sacada de los panales de sus abejas. Parece que en el rincón, debajo del pesebre, hay algo que se mueve. Se acercan más, creyendo que sería alguna alimaña o ratones que están tomando posesión de la última casa del pueblo, que será abandonada, y lo que ven sus ojos es algo tan extraño que no se lo creen. Un diminuto pastor con su perro y un rebaño de ovejas pastando tranquilamente.
¡Andrea! ¡Dionisia! ¡Venid rápidas!
Ya está la familia contemplando aquello que les cuesta creer. (Andrea ya sabe ahora donde están el pastor y las ovejas). Sus bocas cerradas se abren inconscientemente al oír a aquel pequeño pastorcillo decirles con voz fuerte y clara:
«Ya podéis marcharos tranquilamente. No os preocupéis por nosotros. Somos tan pequeños que nos meteremos en cualquier sitio».
Oídas estas palabras la visión desapareció, Andrea les comenta que pastor y rebaño son los que tantos años habían estado en el «Nacimiento» y que este año habían desaparecido.
Más tranquilos todos continúan sus labores, pero sin dejar de pensar en lo que han visto y oído.
Llegada la hora de la cena, sentados y dispuestos a dar buena cuenta de los manjares preparados, se percibe un ambiente que no es el normal. La misteriosa aparición les envuelve y acapara su conversación. El ¡Feliz Navidad! este año tiene una música distinta.
Nota. A las once de la mañana vino su sobrino de la capital. Todo lo tenían preparado y empaquetado. Al abandonar no quisieron mirar atrás. No contaron lo del pastor. Al día siguiente tuvo que volver al pueblo, pues se habían olvidado de las gallinas que tenían metidas en un cesto.
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