Sucedió una vez, aunque parezca mentira, que en un pueblo que ya no existe, vivía una familia muy pobre. El sol, el agua y el aire eran sus únicas riquezas. El padre de familia buscaba trabajo, pedía limosna y recogía del campo cuanto este le daba.
En aquel pueblo todos los jueves ponían un mercado donde las campesinas y los campesinos de los pueblos vecinos vendían en sus puestos comida, ropa, cacharros y, un poco más allá, vacas, ovejas, caballos, pavos…
Pedro se acercó aquel jueves al mercado. Una voz interior se lo pedía. Iba de puesto en puesto. Los ojos se le salían de sus órbitas. No tenía dinero, pero sí un oído muy fino.
“A mí nunca se me acaba la miel”, decía uno.
A Pedro no le hizo falta oir más. Pasó el día dando vueltas por el mercado sin perder de vista a aquel hombre que había dicho tal cosa. Al caer el día le siguió hasta cerca de su casa, pues para él era suficiente.
La noche se le hizo eterna y cuando el gallo llama a despertar, Pedro estaba ya en el bosque. La casa del hombre de la miel la tenía en frente y pensó que no muy lejos debería tener miles de colmenas de donde sacar tanta miel.
El zumbido de unas abejas le llevó lejos del colmenar que había visto. Ahora, ante sus ojos había una sola colmena y miles de abejas trabajando. Aquella voz interior le volvió a hablar y Pedro la hizo caso. Sin miedo a las picaduras abrió la colmena y sacó un panal y vio que no era como los demás. Cerró la colmena y se fue a casa. Hoy, su mujer e hijos, tenían algo que comer.
Reunidos en torno a las cuatro tablas que hacían de mesa comenzaron a saborear aquella deliciosa miel que salía del panal. Bastaba aproximar un vaso, un plato, una taza o cualquier recipiente para que manara miel. Saciada el ansia pensaron y decidieron aprovechar la ocasión para llenar todo lo que pudiera contener miel: vasijas, cuenas, escudillas,platos, vaso, etc, y una vez todo lleno…¿qué hacer con tanta miel?, era la pregunta que se hicieron todos.
– Papá, venderemos la miel, dijeron a coro los niños.
– La guardaremos, decía la mamá.
Al llegar la noche, todos se fueron a la cama, pero Pedro no podía dormir. Pensaba en aquella voz interior, pensaba en cómo había encontrado la colmena, en cómo del panal manaba miel y se convertía en oro. Sin hacer ruido, se levantó de la cama y fue a comprobar que el panal estaba allí y repetía una y otra vez el mismo hecho, dar miel.
Cuando volvió Pedro, su mujer estaba despierta y le preguntó:
– Pedro, ¿dónde has ido?
– Quería comprobar lo que ayer vimos.
– Y ahora, ¿qué haremos con tanta miel?
– La venderé y con los primeros dineros que gane, compraré grandes tinajas y toneles para tener siempre miel y venderla los jueves en el pueblo y en los demás días iré a otros pueblos.
– Bien me parece, dijo la mujer.
En estas estaban cuando aparecieron los hijos todo contentos e ilusionados.
– Papá, queremos que con el dinero que saques nos compres zapatos para todos y tela para que la mamá haga unos pantalones y camisas. La mamá se sumó a las peticiones de sus hijos y pidió carne, pescado, aceite, queso, frutas…
A Pedro le pareció bien todo lo que pidieron los suyos. El también tenía sus deseos.
Las ventas fueron muy bien y el panal seguía dando miel y las tinajas que llenaba cada vez eran más grandes y más numerosas. Todos los deseos se convertían en realidad. Al cabo de algún tiempo habían hecho mucho dinero, muchísimo…tanto que hasta se habían olvidado de sacar más miel a aquel panal.
El invierno, con el frío, la nieve, el agua, el viento, se había acercado a su casa y un día, un hombre, al que no habían visto nunca llamó a su puerta.
– Señor, vengo de muy lejos y me gustaría quedarme por estos lugares. He hablado con la gente del pueblo y me han dicho, y yo lo creo, que tiene mucho dinero, que vive muy bien y que todo se lo debe a la miel que ha vendido.
– Así es, dijo Pedro, y le contó la historia del panal, pero Pedro era ahora un hombre distinto, se había convertido en un hombre egoísta, avaro, orgulloso…
El hombrecillo desconocido, después de escucharlo le propuso comprarle aquel panal abandonado a cambio de mucho dinero. Sabía lo que hacía.
Pedro no consultó con nadie, ni dudó de aquel hombrecillo, entró en casa y sin que nadie le viera le entregó el panal.
¿Qué quién era aquel hombre desconocido?
Por sus obras le conoceréis. Eran las vísperas de la Navidad. Los almacenes de Noelandia necesitaban dinero. Estaban casi vacíos. Aquel año los niños, los jóvenes, los padres, todos se habían portado bien y querían que sus deseos se vieran satisfechos.
El panal que había manado tanta miel para satisfacer la avaricia de Pedro, ahora, y no se sabe cómo manaba oro líquido. El hombrecillo no cabía en sí de gozo y en la puerta de Noelandia puso este cartel:
“Cuántos hay que teniendo lo bastante
Quieren enriquecerse en un instante
Cuántos hay que pierden lo que tenían
Sin saber lo bien que vivían».
– Pedro se arruinó.
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