Aquel pueblo, Villalibado, aunque postrado a los pies del monte Suco, no le adoraba. Aquel pueblo cuidaba el monte y este se lo agradecía dándole sus frutos. Aquel pueblo aprovechaba el monte para liberarse de las iras vespertinas del viento regañón, que con frecuencia les visitaba.
Benavides, tenía un hijo , o mejor, «un saco de rabos de lagartijas» que se llamaba Pedro. Quería presentárosle, pero ya se ha marchado. No, para un momento.
Ya está en la escuela. El maestro explica y pregunta.
– A ver Pedro, a ti que te gustan tanto los bichos, una salamandra, ¿es un reptil o un anfibio?
Duda unos instantes, y con todo aplomo contesta.
– Las dos cosas.
Pedro se acuerda de que en las noches de agosto cuando salen a tomar la «fresca» por el camino que conduce a las Fuentecillas se las ve cruzar de un lado a otro, reptando, pero durante el día las ha visto en el fondo de la poza de la huerta de Fabián, porque son anfibios.
De la felicitación que le está dando el maestro no se entera. La ventana del aula está abierta y ve que una detrás de otra van entrando las moscas sin pedir permiso a nadie, y se acuerda de la araña que le está esperando en el rincón de la cuadra que tiene al lado de la huerta.¡ Con qué facilidad las cazaba! Luego las guardaba en una caja de cerillas y al llegar a la cuadra se las echaba a las arañas. ¡Qué divertido era ver a la araña, cual funambulista circense, descender por los hilos de la tela, extender sus finas patas y huir presurosa al fondo del rincón!
Ya está Pedro en la huerta. Allí pasa horas y horas observando a todo bicho que se mueva. Se ha detenido en esa flor grande de la calabaza. Una abeja cargada de polen intenta subir corola arriba y una y otra vez se cae. Pedro que es buen chico quiere ayudarla y la coge y …¡Me ha picado una abeja! El dolor intenso, aunque sea por unos segundos y corriendo llega a la colmena y le da una patada. El peligro ahora es mayor, las abejas salen y Pedro corre y corre a refugiarse en casa.
Pedro, si quieres coger miel, no des patadas a las colmenas.
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