¿Por qué hay tantas personas que cuando, se acerca una abeja a ellas, se ponen a manotear compulsivamente, a dar gritos o a correr despavoridas, si la solitaria abeja no les ha tocado siquiera?
¿Qué provoca este pánico irrefrenable a estos menudos insectos? ¿Por qué lo que a algunos nos resulta hermoso a otros les resulta aterrador?
Dice la RAE que el miedo es una “perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario”. El miedo es una sensación necesaria, porque nos alerta frente a situaciones peligrosas.
Pero cuando dicho miedo se transforma en un trastorno de ansiedad persistente, centrado en un animal, objeto o situación concretos hablamos de fobia. Y la fobia es incapacitante para quien la sufre. Su única reacción es “luchar o huir”.
Las fobias varían en intensidad. A algunas personas les basta con evitar o alejarse del objeto de su fobia, ya que el grado de ansiedad generado es controlable. Sin embargo, en otros casos, se sufren ataques de ansiedad muy fuertes, que bloquean por completo a la persona afectada.
La ciencia ha creado dos términos para identificar la fobia relacionada con el miedo a las abejas, o más bien a su picadura. Se la conoce como apifobia (del latín “apis”, abeja) o melisofobia (del griego “melissa”, también abeja), y se engloba también en este término el miedo a otros insectos, como avispas y abejorros, que la mayor parte de los humanos confunden con las abejas.
Esta fobia, que forma parte de las zoofobias (miedo irracional a ciertos animales), es muy frecuente, especialmente en los niños.
¿Quién no conoce a alguien cercano a quien las abejas hayan picado o que haya vivido esta experiencia en su propio cuerpo?
Las picaduras provocan un dolor agudo y una inflamación que dura varios días. Y en casos extremos, incluso una reacción anafiláctica enormemente peligrosa que puede poner en peligro incluso la vida del afectado.
Por todo ello, a lo largo de la historia ha existido un miedo colectivo a las abejas y a otros animales cuya picadura nos puede complicar la existencia (serpientes, alacranes, etc.).
Y al fin y al cabo, ¿quién no ha visto también decenas de películas apocalípticas donde los humanos se ven atacados de forma salvaje por estos insectos? El cine siempre ha influido fuertemente en la imaginación colectiva.
En ocasiones es el propio miedo de los padres el que se traslada a los hijos. Si un niño ve que sus padres tienen miedo a las abejas, es muy posible que también lo desarrolle él, por efecto imitación.
Es lógico que, ante el ataque de una colmena en el campo, con sus miles de obreras preparadas para defender su hogar, seamos racionales y echemos a correr para refugiarnos.
Pero ante una inocente abeja que tontea entre los azucarados refrescos de una terraza, no es necesario generar tanta adrenalina, salvo que uno sea alérgico. Basta con dejar que la abeja siga su camino y nosotros el nuestro.
Sin embargo, una de las reacciones inmediatas más frecuentes de quienes sufren esta fobia, es intentar matar a la inocente abeja, que sólo pasaba por allí. Esto suele ser contraproducente, ya que si el insecto se siente atacado, se defenderá como haríamos nosotros y es difícil que entonces nos libremos del picotazo. Ella no arremeterá deliberadamente contra nosotros si no se siente a su vez amenazada.
Pensemos que las abejas fallecen cuando clavan su aguijón. Un insecto no se suicida simplemente por un refresco…
Ahora bien, las personas apifóbicas sufren un miedo irracional y por tanto podría ser difícil “razonar” de esta forma con ellas. De hecho cuando una abeja se les acerca, ponen toda su atención en tenerla localizada en todo momento. Lo más recomendable es hacer que se alejen del insecto, porque su sola presencia les provocará sudoración, aumento de las respiraciones e incremento del ritmo cardíaco. En algunos casos, incluso un ataque de pánico.
Por supuesto, el miedo existente a estos pequeños insectos no ayuda a su continuidad en nuestro ecosistema. Si algo nos da miedo, lo aniquilamos, siempre que esté en nuestra mano, independientemente de si tiene alguna otra función positiva en el universo.
De hecho, cuando en primavera alguna persona quiere librarse de un molesto enjambre que se ha introducido en su propiedad, sólo algunos acuden a un apicultor para preservar la colonia. La mayoría busca una solución económica y rápida para “eliminar al invasor”. Son más llamativos los titulares de la prensa que hablan de un ataque de un enjambre que los que hablan de la pérdida irremediable de estos pequeños polinizadores.
Un excesivo miedo por estos insectos puede condicionar mucho la vida de algunas personas. Por ejemplo, hay niños que no se atreven a jugar en los parques porque puede haber abejas por allí. Por tanto, a veces requiere tratamiento psicológico.
La forma que tienen los terapeutas para ayudar a eliminar esta fobia consiste en primer lugar en explicar a los apifóbicos cómo evitar las picaduras, más que a perderles el miedo a los insectos.
También existen terapias más completas mediante las cuales se expone a los afectados a imágenes de abejas y después se les somete a la presencia de abejas reales de forma progresiva, especialmente en espacios abiertos, para mitigar el miedo.
La educación sobre el mundo apícola también contribuye a mejorar la idea que el individuo que sufre de apifobia tiene de este insecto
Para acabar con una sonrisa, os animamos a escuchar el curioso análisis que hace de esta fobia el cómico Luis Piedrahita.
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